por Juan Manuel Borthagaray
Después del posmodernismo, la deconstrucción, el flower power y las revoluciones feminista y sexual, la familia sigue siendo la célula primordial a través de la cual la sociedad se conserva, reproduce y educa. Los dos términos del título: casa y familia, están tan consustanciados que podemos decir que son dos caras de una misma moneda. Así lo expresa aquel proverbio castellano que reza “la casada casa quiere”.
La misma palabra casamiento reitera esta condición. La palabra “hogar” (con su arcana referencia al fuego) contiene, en sí, al binomio casa-familia. Hogar y familia han resistido, aunque no sin cambios.
Aquel tipo de familia, llamado nuclear, o familia tipo, integrado por el padre y la madre, y dos a cuatro hijos, varones y mujeres, para la cual se construye la mayoría de las unidades de los programas de vivienda social ha dejado de ser la protagonista exclusiva de la escena. Entran a la estadística, en proporciones varias según los contingentes sociales, las parejas sin hijos, la familia monoparental, cuando (generalmente el padre) ha hecho abandono del hogar, los hogares unipersonales, de personas solteras, divorciadas o viudas.
Aparece también la familia ensamblada, cuando cada miembro de la pareja aporta a la convivencia hijos de uniones anteriores. Sin embargo, gran cantidad de las viviendas construidas por los programas públicos siguen el modelo de la casa de tres dormitorios, espacio social, cocina y baño, consagrado, no sin más de cien años de lucha, por los moralistas e higienistas del siglo XIX.
Detengámonos un momento a analizar ese modelo, al que yo llamo de los seis cuadrados, pues se resuelve en ellos, de diez metros cuadrados cada uno, de tres metros y fracción de lado, En el modelo, un cuadrado se dedica a la intimidad de la pareja de los padres (lo más temido por los moralistas fue el incesto) otros dos cuadrados quedan para proteger la intimidad de las hijas con respecto a los varones (otra vez el fantasma del incesto). Dos cuadrados quedan dedicados al espacio social, mientras que el sexto (conquista de los higienistas) contiene el baño y la cocina, para llevar agua segura y evacuar las servidas. Criterio adoptado por fin en sociedades curadas de espanto por las tremendas pestes causadas por aguas contaminadas. Por último, y también debido a las luchas de los higienistas, asoleamiento y ventilación en todos los ambientes.
En este punto nos preguntamos: está bien o mal que la mayoría de las casas construidas con programas públicos respondan a este modelo? ¿Qué debemos pedirle a dichas casas?. En primer lugar, que estén bien construidas. Ahí tenemos en nuestra ciudad las casas del conjunto Los Andes, de Chacarita, o las de las “manzanas tallarín” de Agronomía, que con sus gallardos 80 años han resistido el paso del tiempo y numerosos reciclajes, y que avergüenzan a conjuntos de hace tres décadas, en los que se abarató la construcción más de la cuenta, y que hoy amenazan ruina.
En segundo término hay que pedirles flexibilidad. Me tocó visitar en Francia un conjunto de la segunda posguerra, de bloques multifamiliares de diez pisos, de prefabricación pesada. Como en ese momento se había dado preferencia a las familias numerosas, las unidades eran de muchos y pequeños dormitorios. Habitados en ese momento por familias árabes, que se reunían en grupos numerosos, habían perforado los muros portantes, y la situación era caótica. El conjunto ya estaba programado para ser demolido. Contiguo al mismo había muchas casas de sólidos muros de piedra, con techos y solados de vigas de roble, con espacios como de 5×8 metros. Estos estaban divididos por tabiques de tablas de madera. Desde que se habían construido.
En el siglo XVIII o tal vez antes, las costumbres del habitar y el programa de los espacios había cambiado varias veces, la disposición de los tabiques también. Gracias a eso nadie pensaba en demolerlas, como a sus vecinas.
Nuestra tesis es que las “casas de los seis cuadrados” son las más flexibles de todas, pues resisten el ciclo de la vida familiar.
Supongamos la instalación en una de ellas de una pareja recién casada. Esta podría habérselas arreglado en una casa de un solo dormitorio, pero la aparición del primer vástago ya la pondría en crisis. Podría acomodarse entonces en una casa de dos. Este tipo es apto para una pareja sin hijos que trabaja en el hogar, o para familias de uno o dos hijos del mismo sexo. Un varón y una nena la pone en crisis, cosa que no ocurre en la casa de los seis cuadrados, que soporta bien una familia hasta de seis personas, con dos nenas y dos varones. Con 65 a 70 metros cuadrados de superficie total, a razón de 11 metros cuadrados por persona, todavía está en un grado de ocupación razonable. Una persona más la pone en situación de stress habitacional.
Un grado de flexibilidad que esta casa debe poder tolerar bien es la integración de la cocina con el espacio social, lo contrario es condenar a quien cuida de la alimentación y la ropa a la exclusión (conversación y/o televisión).
Esto lleva a la duda: ¿la mesa grande de comer, en la cocina o en el estar?
La creciente participación de la mujer en el trabajo y su aporte a la economía familiar permiten pensar en el lavadero y la comida preparada fuera de la casa, con lo que se alivian las funciones del espacio cocina-lavadero. Cambios sociales que se reflejan en cambios en el programa habitacional que el soporte físico debe poder tolerar. Por último el problema de la tercera edad, del envejecimiento de la pareja parental. Como este proceso se da junto con el de la independización de los hijos, que deja libre uno o dos de los otros dormitorios, esta situación también se resuelve. La casa de los seis cuadrados tolera bien la división en dos de tipo “studio” de 35 metros cada uno. En cuanto a la adaptabilidad del tipo con respecto a la familia ensamblada, esta es de tal variabilidad que no puede absorberse y requiere soluciones ad-hoc.
Este ciclo de vida de la familia y la evolución correspondiente de su habitat ha dado origen a dos grandes escuelas socio-arquitectónicas.
Están por una parte quienes buscan resolverlos mediante transformaciones de la vivienda en sí misma, ya difíciles en el caso de la casa individual en terreno propio, y casi imposibles en los multifamiliares de altura.
Por otra parte están quienes sostienen que la solución debe buscarse en disponer de un amplio parque de viviendas de distintos tipos, y que los cambios en la composición familiar deben resolverse con la mudanza al tipo más adecuado en cada etapa. Este criterio funciona bien dentro de un sistema de alquileres. Nuestro hábito de casa propia introduce una rigidez suplementaria a un tema de por sí ya complicado.
Con respecto a la tercera edad, también hay dos grandes campos de aproximación. Uno es la reestructuración de la casa a partir de la partida de los hijos, y la convivencia intergeneracional. El otro es el de la mudanza a casas especialmente diseñadas y programadas para aliviar las tareas domésticas, amplias puertas y baños aptos para sillas de ruedas, con servicio de enfermería e incluso médico. Las ventajas del segundo enfoque son obvias, de manera que no nos detendremos en ellas, sino en discutir sus limitaciones.
Sabido es que todos los cambios son traumáticos, cuanto más éste, que tiene algo de rite de passage, tal vez el más amargo, por la etapa de la vida en que se da, y porque es sospechoso de marginación. La gran amenaza que planea por sobre la cabeza del adolescente rebelde es la de “te voy a mandar a un internado”. Igual de ominoso suena el “te vamos a mandar a un geriátrico” para el anciano fastidioso.
La intimidad y la independencia han sido bienes muy preciados por las personas. Esto ha quedado demostrado con los numerosos intentos históricos de modos de vida colectivos, que no se han impuesto, pese a sus ventajas, desde los falansterios del socialista utópico Fourier hasta los kolhozes soviéticos y los kibutzim israelíes.
Parecería que el máximo grado de habitar en no-casa que nuestras sociedades han tolerado bien es el modelo hotel y, mejor aún su variante aparthotel que ofrece un modo de habitar con provisión de todos los servicios, inclusive de enfermería, sin renunciar a la intimidad y la independencia.
Pero estos bienes tan preciados tienen como contrapartida la soledad, algo muy aborrecido por los ancianos. La lectura y los bienes electrónicos que aportan el ordenador y el televisor ayudan, pero no bastan. La ocasión social debe estar a mano, pienso que el apparts debe tener la autonomía de una kitchenette, pero también es bueno tener la opción de un restaurante anexo. Todos los juegos posibles, cine y trabajo también.
Estos aditamentos se hacen posibles si sirven a un conjunto de apparts especializados, pero resulta claro que entonces se cae en el temido viejerío, cuando lo mejor es el contacto intergeneracional con jóvenes y niños, lo opuesto a la marginación, a la sensación de haber quedado fuera de combate. Difícil equilibrio entre independencia y compañía, una vez más es cuestión de encontrar la justa medida. Difícil, pero tal vez no imposible.
Para opinar sobre el tema califico doblemente como arquitecto experimentado en el tema vivienda y como entrado en años, pero esta es solamente una opinión individual. Sería bueno complementarla con una encuesta seria a un universo de personas de la tercera edad, que no conozco se haya realizado.